viernes, 30 de octubre de 2015

La habitación número siete. Una historia para Halloween.

La habitación número siete. Una historia de Halloween - CC by-nc-nd - Fernando Santana de la Oliva  

A mediados de octubre, suelo recibir, ya por correo electrónico, ya por mensaje en el móvil, esos vídeos que comienzan con escenas muy tranquilas y relajantes, y de repente aparece un monstruo gritando que te da un susto de muerte… Muchos son montajes, pero algunos, algunos sí son reales. Yo lo sé. Una vez yo vi algo así. Fue hace mucho tiempo, en una habitación del hotelito que regentan mis padres cuando yo era un crío.

En el hotel había una habitación, la número siete, que cuando llegaba la semana del treinta y uno de octubre, siempre decían que estaba ocupada. Es más, durante esa semana estaba colgado del pomo de la puerta el cartel de no molestar. Pero yo nunca vi entrar ni salir a nadie. Mi madre no quería que entrase en la habitación. Aunque yo la ayudaba a veces a limpiar otras habitaciones, la número siete la limpiaba ella sola. Una vez un cliente, en el bar, comentó que en la habitación número siete había muerto un hombre sin ninguna explicación. Decía que había aparecido el muerto sin sangre y con su cara reflejaba el horror, que tenía una expresión como si hubiera visto el mismo infierno.

Durante los días previos al treinta y uno de octubre, en el colegio, todos los niños nos contábamos historia para asustarnos: historias de fantasmas, de vampiros, de monstruos, de desapariciones y muertos. En la tele ponía películas de miedo durante toda la semana. Se creaba un ambiente prehalloween. Se sentía que algo macabro ocurriría.

El día treinta y uno de octubre, al anochecer, estaba dando un paseo fuera del hotel para ver la luna llena que acababa de salir. Tenía que demostrarme a mí mismo que no tenía miedo de estar fuera de casa en la noche de Halloween. Caminando vi que la ventana de la habitación siete estaba abierta. Me acerqué intentando no hacer ruido. Me había puesto nervioso. Miré dentro pero no vi nada. Estaba empezando a asustarme. Pero mi orgullo me decía que no debía tener miedo a nada, y menos de una habitación o de lo que decía de ella. Así que me colé en la habitación, decidido a ver si había algo de lo que tener miedo. Me metí en el armario, que tenía una puerta corredera que dejé un poco abierta para tener buena visión de la habitación. Y esperé. Un rato después, cuando me estaba quedando dormido, escuché un susurro. Miré y vi unas pequeñas luces dentro moviéndose por la habitación. Parecía unas luciérnagas danzando. Se movían acercándose poco a poco al armario donde estaba yo agazapado. Se detuvieron cerca de la puerta, como sintieran mi presencia. De repente se transformaron en una cara demacrada y de su boca salió un grito desgarrador que penetraba en la cabeza como si clavaran agujas dentro del cerebro. Después desapareció. No sé cuanto duró, pero del susto me quedé inmóvil. No podía moverme. No me atrevía a salir del armario. Por mi mente aparecieron pensamientos siniestros. Me veía ahí en el armario quieto hasta que moría. Que me encontraban muerto, totalmente rodeado de telarañas, con la cara demacrada y el cuerpo desfigurado. Vi mi entierro, a mis padres llorando. Vi que me convertía en un fantasma que pululaba por el hotel. Hasta que no pasaron varias horas y amaneció no fui capaz de moverme y volver por donde había venido. No le conté a nadie lo que había visto, y mucho menos a mis padres. Conocía el secreto del hotel. Ese que trataban de ocultar mis padres. Desde entonces, cuando llegaba Halloween, mis padres no la alquilaban. Decían que ya estaba reservada. Siempre se escuchaban gritos y lamentos dentro de la habitación. Pero lo más sorprendente no fue eso, sino lo que pasó un treinta y uno de octubre de varios años después.



Estaba mi abuelo pasando unos días en el hotel porque tenía que hacerse unas pruebas en el hospital. Ya tenía sus años y sus achaques, aunque se le veía fuerte. Un hombre que ha pasado toda su vida trabajando en una granja, encargándose personalmente de plantar y de recoger la cosecha, de darles de comer a los cerdos, a las cabras y a las gallinas. También alguna que otra vez tuvo que hacer de mamporrero. No le tenía miedo a nada.

Lo alojaron en la habitación siete. Estaba previsto que el día veintiocho estuviera de vuelta en su casa. Pero mis padres no contaron con los retrasos en el hospital. Por lo que tuvo que quedarse más tiempo. Temían lo que pudiera pasar el día treinta y uno y les escuché sin que lo supieran una conversación entre ellos: 
- Mira que si pasa lo de todos los años. Y si tu padre está dentro, le puede dar un infarto. No podemos dejar que pase la noche ahí. - le susurraba mi madre a mi padre. 
- Ya lo sé. Pero, ¿como quieres que se lo diga, si es más terco que una mula?

El caso es que mi abuelo se negaba a abandonar la habitación. Que no hacia falta, que estaba bien donde estaba, que no entendía el porqué...

Ese día mi hermanito pequeño, de dos añitos, disfrazado de Drácula, con un cesto para recoger caramelos, no se atrevía a decirle nada al abuelo. Tenía pánico de él. Pero mi madre le presionó y acabó diciéndole, temblándole la voz: “¿tuco o tato?”. Más de setenta años recibiendo la luz del Sol arrugan cualquier piel, y mi abuelo asustaba con solo mirar. Aunque en ese momento lo único que hizo fue subir una ceja. En el caso de mi abuelo, alzar una ceja quería decir “¿Qué carajo es eso?”. 
- Abuelo, es la fiesta de Halloween.- le expliqué yo.
- “Jalo- ¿qué?” 
- Halloween. la palabra viene de “All Hallows’ Even” que significa “Vispera de todos los santos”. Los niños van disfrazados y dicen “¿Truco o trato?” para que les den caramelos, si no se los dan harán una travesura.

Después de hacerle esta aclaración al abuelo, éste miró a mi hermanito de tal manera que el niño se fue llorando buscando a mi madre, dejando caer los caramelos que tenía en la cesta. No volvió a acercarse al abuelo durante todo el día.

Pero por la noche de ese día treinta y uno de octubre, mis padres estaban cerca de la habitación siete. Vigilando la puerta. Preocupados por lo que podía ocurrir. Yo me acerqué sin que me vieran. Escondido detrás de un gran macetón que había en el pasillo.

Pero antes de continuar la historia tengo que aclarar una cosa. Cuando tenía ocho años, en el barrio sólo se conocía el judo y el kárate como artes marciales, sí bueno, también veíamos la serie kung-fú , pero eso era muy místico. Pero ahora, hay tal cantidad de artes marciales, que no sabe uno de que le están hablando, que si takewondo, ninyistsu, capoira, tai-chí, chikum, pilates, etc. Aún así, mi padre siempre decía que todas esas cosas no servían para nada, que el mejor arte marcial era el que conocía mi abuelo, que con un solo golpe era capaz de dejar K.O. a cualquiera. Según mi padre el abuelo dominaba el arte de “naostiabiendá”.

Y eso fue lo que escuchamos: una ostia bien da. Mi padre se acercó corriendo, llamó a la puerta de la habitación gritando:
- ¡Padre!, ¡Padre! ¿Está usted bien? ¡Padre!
Mi madre y yo estábamos detrás esperando asustados. Se abrió la puerta y apareció mi abuelo con cara de pocos amigos. También de sueño.
- ¿Qué pasa? ¿No se puede dormir en esta casa?- Preguntó enfadado. 
- Pero, pero… ¿No le ha pasado nada? ¿Se encuentra bien, Padre? 
- Sí, estoy bien. ¨Solamente había un bicho en la habitación molestando y ya no está.”

Nos asomamos a la habitación y vimos la señal de una mano enorme en la pared. Era el relieve de la mano del abuelo. Entonces, el abuelo dijo:

- ¿Qué hacéis aquí? Mañana hay que levantarse temprano que tenemos que ir al cementerio a visitar a la abuela. Venga, a dormir. - Y cerró la puerta, dejándonos a los tres con un palmo de narices, como si ninguno creyésemos lo que había ocurrido.


Nos fuimos a dormir sin cruzar una palabra entre nosotros. Y desde entonces nadie comenta nada de aquello. El agujero con forma de mano que dejó el abuelo se tapó con un cuadro. Mis padres siguieron con la costumbre de no usar la habitación el día treinta y uno de octubre, aunque ya no se oían ruidos extraños. Y todos los días uno de noviembre íbamos al cementerio a ver a la abuela, sin falta. 
FIN



Fernando Santana de la Oliva



Octubre de 2015
 

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